Cuando la ausencia se transforma Luz.
Hoy quiero escribir sobre el duelo. No como psicóloga, ni desde los libros, ni desde la teoría, sino desde mi propia piel.
Tenía 26 años, una vida estable en Las Palmas: un trabajo en la Consejería de Educación, deporte, amigos… y, de pronto, apareció Eduardo. Y comprendí enseguida que mi vida iba a cambiar para siempre. Lo dejé todo para compartir mi camino con él en Madrid.
Con Eduardo viví el amor más sano y luminoso de mi vida. Compartíamos respeto, crecimiento, trabajo, deporte, aficiones… todo. Él era atleta de élite y, aunque había sido campeón en su disciplina, la muerte no entiende de medallas ni de etiquetas. Fueron cinco años maravillosos hasta que la enfermedad llegó y nos obligó a librar la batalla más dura.
Estuvimos un año luchando juntos. La madrugada del 16 de septiembre, agotada, me fui a descansar a casa. Antes de salir de la habitación, Eduardo me tomó la mano y me repitió: “te amo, pase lo que pase, siempre vamos a estar unidos”. Horas más tarde fue mi padre quien me llamó desde el hospital. Corrí. Cuando llegué, lo abracé y le susurré que se fuera tranquilo, que lo amaba. Sus últimas respiraciones se apagaron en mi pecho.
Ese fue el inicio de los años más dolorosos de mi vida. Pasé por todas las fases del duelo: la negación que me protegía, la tristeza que me vaciaba, la rabia que me quemaba… hasta el colapso de mi propio cuerpo, que me llevó al hospital al borde de la muerte. Allí, vi mi propio final y entendí que no podía rendirme. Que la vida me pedía quedarme. Que Eduardo, desde donde estuviera, también quería que yo eligiera vivir.
Y así lo hice.
Han pasado 11 años. Y todavía lo recuerdo cada día. Pero ya no desde el dolor, sino desde la certeza de que el amor verdadero nunca desaparece: se transforma en luz, en fuerza, en propósito. Eduardo fue mi pareja, mi amigo, mi amante, mi maestro, mi todo. Y aunque físicamente ya no esté, sigue siendo parte de mi alegría y de mi manera de acompañar a otros.
Si algo aprendí en este viaje es que el duelo no se supera olvidando. El duelo se transita, se honra, se aprende a convivir con él. Y, poco a poco, el amor se queda como lo único que permanece.
Hoy escribo estas palabras no solo para recordar a Eduardo, sino también para decirte a ti —que quizás estás atravesando una pérdida— que no estás sola ni solo. El duelo duele, pero también transforma.
El amor nunca muere. Solo cambia de forma.
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